
El herbario: Clavo de olor
Con la palabra clavo, del francés clou, se denomina la pieza de acero usada en construcción, carpintería, etc., y, también, una conocida especia. No es difícil adivinar la coincidencia, ya que la forma de ambos “clavos” es similar y hasta nos atreveríamos a compararlos, el uno en su penetrante fuerza y el otro en su penetrante aroma… Sin embargo, ¡qué usos más diferentes!, el clavo de olor es algo así como la “esencia por excelencia” usada, prácticamente, en todas las cocinas del mundo.

Como en el caso de muchas otras especias, los holandeses tuvieron, por muchos años, el control del clavo de olor. A partir de 1605, mantuvieron el monopolio de su comercialización, prolongándose durante los siglos XVII y XVIII. Al tomar completa posesión de las Islas Molucas, impusieron leyes extremistas y decretaron que el cultivo de los árboles del clavo de olor se restringiera a las isla de Amboina y ordenaron la exterminación de cualquier planta que no estuviera dentro de esa isla. El edicto acarreó consigo el descontento y sembró la tristeza en todos los pobladores primitivos de Molucas.
Dato curioso: ¿Sabías que el clavo de olor que conocemos en la cocina, son las flores secas del árbol del clavo?
Fue hasta 1770 que Pierre Poivre rompió el monopolio holandés, cuando logró sustraer algunas semillas que plantó en las islas francesas, Bourbon y Mauritius. Actualmente la mayor producción del clavo de olor proviene de las islas Zanzíbar y Pemba, hoy en día parte de Tanzania.

Las propiedades del clavo de olor son apreciadas, no únicamente en su papel de saborizante de alimentos, sino en otros tipos de industrias y con muy diversos fines.
Cuando la noble especia entra en acción en las cocinas, su fragancia es pregonera de regios platillos y fuertes sabores. Desde los moles mexicanos hasta el más inglés de los fruitcakes, pasando por los ponches con las naranjas o claveteando en las cebollas de los pucheros, su presencia es siempre estimulante para los sentidos del olfato y del gusto.
Por Armand Dubois
Publicado originalmente en Maria Orsini, el arte del buen comer.
Número 25, 1990
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