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4 noches para descubrir los tesoros de Michoacán

Dice el dicho que no hay peor turista que el que no conoce su propio patio, y aunque no soy michoacana, soy mexicana, así que nos unimos con Tesoros de México para explorar las joyas de nuestro país en recorridos únicos, enfocados en la historia, gastronomía y cultura de cada destino. Nuestra primera ruta recorre un pedacito (pequeño) del bellísimo estado de Michoacán, al cual fui hace demasiados años (no les digo cuántos para no revelar de más) a la corta edad de 4: prácticamente una bebé.

Recorrido por Michoacán: Morelia, ciudad patrimonio de la humanidad.

Como virtualmente fue una visita a un lugar nuevo para mí, regreso maravillada y ávida de conocer más. Nuestro recorrido por Michoacán empieza por Morelia, a unas 3 horas de la CDMX, por una carretera más sencilla de manejar que la tabla del 2. A poco más de una hora de Morelia, pasamos por la Laguna de Cuitzeo, que en realidad es un lago y es el 2º más grande del país. La carretera divide este enorme espejo de agua en dos, y a ambos lados ya comienza a verse la abundancia de este estado: enormes parvadas de pájaros de distintas especias anidan y cruzan entre la chuspata, los juncos que se utilizan para tejer infinidad de objetos artesanales en la región de Tzintzuntzan.

Morelia

Llegamos al centro histórico de Morelia; al centro del centro, literalmente. Nos reciben en Los Juaninos, indiscutiblemente el hotel con la mejor ubicación de la ciudad. Esta casa del siglo XVII está enfrente de la catedral, por lo que sus distintas suites gozan de una vista privilegiada, así como su restaurante, La Azotea.

Margarita de bienvenida en La Azotea, el restaurante del hotel Los Juaninos.

La vista a la catedral y a la plaza desde este balcón pareciera inmejorable, pero se vuelve perfecta con un margarita en las rocas y un poco de botana para picar mientras se escuchan las campanadas. La tarde invita a quedarse aquí por el resto del día, pero el deber llama, así que bajamos a instalarnos en una de las acogedoras suites de Los Juaninos. Los altísimos techos y amplios espacios de las habitaciones no dejan en duda que es una casa llena de historia; imponentes como les correspondía ser cuando se construyó como Palacio Episcopal en tiempos coloniales, silenciosas como cuando fueron el real hospital de San Juan de Dios. Hoy el hotel lleva el nombre de los mismos monjes, Juaninos, y es el punto de partida perfecto para recorrer Morelia a pie, como debe ser.

En la noche nos espera una cena maridaje a unas cuadras así que aprovechamos para callejear y hacer un par de paradas imperdibles: el palacio Clavijero, uno de los edificios más icónicos de Morelia, y el mercado de dulces a un costado. Hoy conocido como Centro Cultural Clavijero, este conjunto de edificios es un hermoso ejemplo de la arquitectura del Virreinato, de solemnes y gruesos muros, grandes patios y corredores con arcos. La cantera rosa, característica de toda la ciudad de Morelia, le da una calidez peculiar, especialmente en las horas del atardecer. En el centro cultural puedes visitar la biblioteca pública, diferentes exposiciones de arte, o el taller de gráfica, donde puedes aprender a hacer un grabado en unas cuantas horas.

A un lado, contrastando alegremente, está el Mercado de Dulces y Artesanías, dónde puedes sentirte como niño chiquito en la fábrica de Willy Wonka: solamente ver la cantidad de dulces que hay en cada puesto es suficiente para ponerse de buenas, pero con acercarse a uno la cosa cambia porque no vas a saber que probar y que llevarte a casa: cajetas untables o suaves, envinadas o con sabor, cocadas, ates, morelianas, tostadas gigantes de nata, macadamias cubiertas de chocolate, frutas cristalizadas, obleas, pellizcos, mazapanes, paletas…. en fin, lo mejor es llevar suficiente efectivo y una buena bolsa.

Ya nos comimos el postre antes de la cena, pero ni hablar, seguimos el recorrido hacia Los Mirasoles, dónde nos esperan la chef Rubí Silva y su hijo Fernando, quiénes hace 20 años abrieron el primer restaurante “de manteles largos” de cocina michoacana. No fue fácil, pues en ese entonces la gastronomía tradicional no tenía el lugar que merecía, con su debido aprecio a las técnicas e ingredientes heredados de cocinera en cocinera. Rubí, por ejemplo, aprendió a cocinar a los 5 años cuando su madre acababa de parir a uno de sus siete hermanos, siguiendo sus instrucciones en la cocina mientras ella descansaba.

Para vivir la experiencia de la cocina tradicional michoacana, disfrutamos de una cena-maridaje de 5 tiempos, incluyendo un chile capón relleno de queso cotija, (este es un plato típico de la región, dónde el chile que nosotros conocemos como cuaresmeño se llama capón), una chalupita de charales, enchiladas placeras, chamorro en adobo con pulque, y para terminar un crocante buñuelo relleno con crema de guayaba y miel de piloncillo. Una cena verdaderamente michoacana, rodeadas por la luz de las velas que chorrean con cera los muros de la casa del siglo XVII dónde crecieron los hijos de Rubí, hoy el salón del restaurante y sede de una de las cavas más completas de México.

La mañana siguiente nos dirigimos al Santuario de Guadalupe, que corona la calzada de Fray Antonio de San Miguel, un paseo tranquilo entre románticas casas y grandes árboles. El Santuario es uno de los templos más alegres en los que he estado; detrás de su sobria, casi modesta fachada, se esconde una explosión de color digna de un campo en primavera. Todos los muros y cúpulas fueron decorados con motivos florales por el artesano Joaquín Orta, en estilo barroco, mezclando técnicas indígenas y europeas.

Saliendo del templo, a un par de cuadras puedes recorrer el acueducto, pasando por la famosa fuente de Las Tarascas, que se dice representa a tres princesas purépechas.

Santuario de Guadalupe

Nos damos un par de horas para seguir descubriendo el centro de Morelia, que ya comienza a calentar con el sol en su zenith. Afortunadamente, sobre la plaza de la catedral, nos recibe para comer Lucero Soto en LU Cocina Michoacana, con un pinole bieeeeen frío de maíz azul, servido en tarros de cobre de Santa Clara. Esta energetizante bebida de maíz tostado con piloncillo es el inicio de una experiencia culinaria que recorre los productos de Michoacán; le sigue una saboreada de mezcales con queso cotija. Los tres mezcales vienen del rancho Pino Bonito, dónde una visita para degustar los destilados de diferentes agaves siempre se acompaña de queso cotija, el cual cubre de grasa la boca y permite descubrir todos los matices del mezcal. Lucero nos trae esa visita a la mesa con quesos de tres “mesadas”, o maduraciones, distintas.

Se acaba el queso cotija pero guardamos los mezcales y nos llega una cerveza de maíz azul junto con un timbal de charales con aguacate y mermelada de jitomate para prepararse taquitos y un plato de “5×2”, la botana estrella de la casa, inspirada en los días de cantina del restaurante, por ahí de 1900. Es un surtido de sopecitos y tostadas perfectos para compartir. Le sigue la trucha de Zitácuaro con champiñones y ejotes sobre puré de garbanzos preparada al punto perfecto por Lucero, que nos refleja en su cocina toda la experiencia de haber crecido entre cocineras y hoteleras michoacanas. Para cerrar, un postre igual de representativo: merengue de frutos rojos, con plátanos doraditos y un mousse de aguacate con miel. Fresco, ligero y delicioso, es un gran final para esta experiencia gastronómica y más aún para nuestro último día en Morelia.

La catedral de Morelia al atardecer

Pátzcuaro

No sin el sentimiento de que nos faltó tiempo, tomamos camino por la mañana hacia Pátzcuaro, que nos recibe con una carretera bordeada por fresnos antiguos, grandes y frondosos, por los que se comienzan a asomar las casas blancas con rojo típicas de este pueblo mágico.

La primer sensación al llegar es una enorme calma, mezclada con curiosidad de descubrir que se esconde detrás de las puertas y ventanas de las casas antiguas. Lo mejor es recorrer sus calles con tiempo, deteniéndose a admirar cada detalle, desde las cúpulas que sobresalen entre los tejados de barro, manchadas artísticamente por el agua con el paso del tiempo, hasta la gente en sus calles, que parece no tener prisa alguna. Porque pecaré de usar un cliché, pero en Pátzcuaro parece que el tiempo corre más lento, no sólo por una cualidad en su gente, en el aire, o en el ambiente, sino por los siglos de historia que alberga cada edificio.

Uno de estos edificios históricos es Mansión Iturbe, también con una ubicación privilegiada en la plaza central. Este fue uno de los primeros edificios de Pátzcuaro, construido hace más de 500 años, casi a la par con la fundación de la ciudad. Era una de las pocas casas de dos pisos; en la planta alta una serie de habitaciones y en la planta baja bodega y zona comercial dónde se recibían las mercancías de la Nao de China o el famoso Galeón de Manila. Don Francisco de Iturbe, español nacido en 1768, fue uno de los dueños más notables y exitosos de esta gran casona, que aún lleva su nombre. El restaurante, Doña Paca, hace honor a su hija, Doña Francisca de Iturbe y Anciola. Hoy, la cocina de Doña Paca, con sus influencias españolas, indígenas e incluso monacales, sigue plenamente viva en los platillos heredados a través de los siglos por las mujeres de la familia Iturbe, los cuales nos disponemos a disfrutar en un banquete sin igual.

El festín se abre con las bebidas; un Juan Colorado (mi favorito), coctel de charanda con refresco y granadilla, o una fresca agua de zarzamora, también con charanda. Le sigue la botana patzcuarense; un gran platón con charales, guacamole, queso adobera y salsas, totopos y tortillas para acompañar. Espectacular, pero hay que guardar espacio, pues inmediatamente vienen el churipo, un caldo de res tradicional de la meseta purépecha preparado con una mezcla perfecta de chiles que se acompaña de corundas para no enchilarse de más. A un lado llega el aporreadillo, otro de mis favoritos; carne seca preparada con una salsa de chiles rojos que estoy segura es imposible de replicar en otro lugar, para hacerse taquitos con un poco de frijoles refritos. Se van las “entradas” y les reemplazan unas enchiladas placeras, un chile relleno de uchepo con salsa de cacahuate o salsa de macadamia, y el pescado estilo Doña Paca, receta que también estoy segura es secreta.

Parece mucho, pero para que amarre bien el festín hay que cerrar con los postres típicos; buñuelos con piloncillo y capirotada. Lo bueno es que arriba nos espera una habitación acogedora y tranquila, para reposar un poco. La hora de la siesta nunca había sido tan bienvenida, y en estos cuartos llenos de historia, antigüedades coleccionadas y perfectamente editadas entre artesanías locales, pisos disparejos, bien pulidos por el paso del tiempo, y gruesos muros de piedra, uno duerme como lirón, soñando con la historia de Doña Paca y su familia.

Terminamos el día con un recorrido por la plaza central para luego dirigirnos a la Casa de los 11 Patios, ex-convento que ahora alberga un centro artesanal dónde varios talleres ofrecen artesanías de toda la región, desde los telares michoacanos hasta las famosas lacas de oro de Pátzcuaro. Aquí aprendemos tanto sobre la artesanía michoacana, que deberé contárselos en otra ocasión.

La mañana siguiente me encuentra disfrutando un café en el balcón de mi habitación con vista a la plaza Vasco de Quiroga, comiendo una reina, un tipo de concha con trocitos de azúcar enteros por encima, el último bocado entre los hallazgos de la Panadería Rivera, también frente a la plaza, dónde el surtido de pan es tan amplio, tradicional y accesible que no vas a poder escoger. Como buena amante del pan, me llevo un surtido para el camino, no sin antes despedirnos de Mansión Iturbe y de Pátzcuaro, con unas horribles ganas de regresar sin todavía haberme ido.

Hacienda Ucazanaztacua

Ya se acerca la última parte del viaje, y también la más distinta. Vamos hacia Hacienda Ucazanaztacua, a las orillas del lago de Pátzcuaro. En el camino pasamos por el pueblo de Tzintzuntzan, que fue capital del imperio purépecha y cuyo nombre significa colibrí. Además de un colorido mercado de artesanías sobre la pintoresca plaza central, en Tzintzuntzan se puede ver una zona arqueológica con cinco Yácatas o templos purépechas.

Hacienda Ucazanaztacua en Michoacan

De aquí son unos 20 minutos hacia Hacienda Ucazanaztacua, donde nos recibe Rafael, ex-publicista que hace algunos años se enamoró de la zona y decidió construir un hotel en medio de la nada; un lugar dónde volver a conectar con la naturaleza, con su lado animal. La hacienda refleja este espíritu, rodeada de frondosa vegetación, del lago, y del canto de los pájaros.

Aquí se siente una enorme paz entre los muros de adobes hechos a mano, recubiertos de charanda (no la bebida, sino el acabado que se le da a las paredes con la tierra local, rojiza y pegajosa), la cual llena el interior de nuestra suite con una cálida luz café, como si el sol de afuera, brillante y caliente, no pudiera afectarle mucho. Es difícil salir de la habitación, salpicada de artesanías locales, pero nos animamos a bajar a la terraza para disfrutar de un margarita de aguacate mientras el sol se pone sobre el lago de Pátzcuaro.

En la hacienda hay mucho que hacer, como recorridos por el lago en lancha, la tirolesa que va entre las islas de Yunuén y Pacanda, senderismo, o visitas guiadas de todo tipo. Pero lo mejor que puedes hacer aquí es simplemente estar; disfrutar del entorno y del aire fresco del lago, y relajarte mientras reflexionas sobre la belleza de Michoacán y de su riqueza cultural, tan vivamente purépecha, de su riqueza gastronómica, tan variada en ingredientes, técnicas y sabores, pero sobretodo de la riqueza de su gente, que parece siempre estar de buen humor y feliz de que hayas venido a conocer su tierra.

Al día siguiente me despierto tempranito; viene Anita, curandera purépecha que viene a darme un masaje que más que masaje considero terapia. Con un limón que para el menos escéptico posee propiedades curativas y con una pomada de hierbas como vara blanca, arnica y romero hecha por ella misma, Anita me ajusta lo chueco y me saca los nudos, mientras me platica de las propiedades invigorantes de una buena caminata descalza por el pasto frío de la mañana. Me levanto como si me hubieran quitado un yunque de encima y lista para correr una maratón, pero tristemente es casi momento de partir.

Uchepo con salsa de macadamia, crema y queso cotija.

Nos despedimos de la mejor manera posible; desayunando un uchepo con crema, queso cotija y salsa de macadamia para desayunar. Dulce y salado a la vez, es un platillo único que tampoco probarás en otro lugar, y que seguramente te dejará con antojo de volver por más, como Michoacán, que me deja con una sensación de mientras más sabes, menos sabes, porque siento que no alcance a descubrir ni la superficie de todos sus tesoros.

Recorrido por Michoacán

Día 1
Noche en Los Juaninos, cóctel de bienvenida en La Azotea
Experiencia: Cena – maridaje en Los Mirasoles

Dia 2
Noche en Los Juaninos
Experiencia: Recorrido por Michoacán a través de sus sabores en LU Cocina Michoacana

Día 3
Bed & Breakfast en Mansión Iturbe, recepción con botana michoacana.

Día 4
Bed & Breakfast en Hacienda Ucazanaztacua, margarita de aguacate de bienvenida.

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